El Papa San Juan Pablo II aglutinaba en su personalidad un decisivo espíritu sacerdotal unido a un alma laical. Efectivamente, ya en su juventud fue un laico cristianamente comprometido antes de iniciar los estudios eclesiásticos. No debemos olvidar aquellos años de juventud en los que parte importante de su tiempo libre lo dedicaba al deporte y al ejercicio del teatro, siempre muy unido a un buen grupo de excelentes amigos.
Su sentido de la vocación bautismal le hizo comprender que la
santidad no es para vivirla en el templo. Comprendió la importancia que tenía el
trabajo, la vida de familia y la amistad como situaciones en las que se
desarrolla y madura la santidad personal. Por eso, veía con claridad, que la
santidad no es la asistencia del domingo a misa y hasta el domingo siguiente.
Tenía un alto concepto de la amistad y su cultivo fue una de
las directrices más decisivas de su vida.
Aquellos años de trabajo y estudio fueron decisivos en su formación.
La espiritualidad carmelita, especialmente por medio de S. Juan de la Cruz y de
Sta. Teresa de Jesús, fueron grandes focos de luz para él. A ello añadió un
amor y devoción exquisito a la Virgen María, con la que siempre se sintió muy
acompañado en toda su vida.
La historia de su patria fue otro motivo de importante
formación. Largos años en los que su amada Polonia estuvo sometida a los nazis,
para pasar a continuación a ser un país bajo la dirección de Rusia.
Interiormente se rebelaba ante la tristeza, la opresión, el
drama, la fatalidad, la depresión y percibía certeramente que la solución
estaba en redescubrir a Jesucristo.
La fuerza de su vida pastoral en su patria y del pontificado
de más de veintiséis años, de profunda unión con Cristo, nos han dejado la
impronta de su estilo, de sus escritos y alocuciones que han formado una huella
extraordinaria en el final del siglo XX y en los comienzos de este siglo XXI.
André Frossard escribió refiriéndose al polaco cardenal Wojtyla: “Este no es un
Papa venido de Polonia. Es un Papa venido de Galilea”.
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