Conocemos claramente que, en gran medida, la educación de los
hijos depende más especialmente de que la familia viva y actúe como verdadera
familia. Ciertamente, en la formación de los hijos la familia no es la única
que influye, pero sí que su influencia es más poderosa y decisiva. Pero, ¿es
que hay alguna duda sobre que los padres tienen que estar en primera línea en
la educación de los hijos?
Por supuesto que no, y basarán la educación en dos grandes
columnas que tienen en sus manos: la autoridad y la afectividad.
Autoridad que tiene que ser madura y justa. Es cierto que los
padres no son los únicos propietarios de la verdad, pero la experiencia y el
sentido común les ha proporcionado unas lecciones que sí deben dar a los hijos.
En fin, que la autoridad ejercida con sentido común siempre
ha sido un potente foco educativo porque afecto y autoridad tienen que ser
correlativos: son las dos muletas que sostienen la progresión afectiva del
niño. Nadie puede suplir lo que pueden hacer un padre y una madre. Nadie puede
llegar a dar la relación afectiva e íntima que mantienen con cada hijo.
El problema es que cada vez es menor en Occidente “el
porcentaje de matrimonios intactos y con hijos. Hay menos gente con hijos; hay
menos padres capaces de mantener intacto
el hogar biparental para criar a los hijos”[1].
Estamos en una etapa del siglo en el que se pide a la familia un esfuerzo
enorme para que sea lo educadora que debe ser. Es cierto que la familia tiene
hoy menos influencia social que hace unos años.
Existe una relación fundamental entre la fe débil y la
familia débil. Propuesta que también puede hacerse a la inversa: una familia
débil, produce una fe débil. Cuando la familia flojea, la fe se oscurece. Hay
un dato que puede ser importante. Según estudios históricos y sociológicos, en
los años que siguieron al final de la Segunda guerra mundial, el número de
matrimonios y de bautizos creció de forma notable en Europa y en Estados Unidos.
¿Cuál fue la causa? Puede que no fuese una, sino varias causas. Pero
indudablemente una de ellas, es que el horror de la guerra y de los grandes
dramas producidos, ocasionaron que los hombres y mujeres de Occidente le dieron
un vuelco al concepto de familia y de vida familiar. Y a mejores familias,
mejor fe y práctica de fe. Las familias de finales de la gran guerra transmitían
mejor la fe y sanas costumbres a sus componentes.
Los padres protegen y forman a sus
hijos cuando también favorecen la creación y sostenimiento de instituciones que
igualmente tienen como meta prioritaria la educación en el bien y en el
alejamiento del mal. Porque cuando uno se sabe querido es feliz. Cuando uno se
sabe querido de verdad, gratuitamente
como es el amor de verdad, está sereno. Cuando uno se sabe querido y no pone
límites a la correcta educación que se le ofrece, cada vez es más feliz y
transmite esas felicidad a los demás.
Y todo esto en medio del notable
desarme moral que se observa en los países de Occidente, como consecuencia de
la pobre atención a la formación en valores, del hundimiento de las creencias
religiosas y la difusión de modelos sociales no educativos, preferentemente por
la utilización inadecuada de las nuevas tecnologías y el abuso de las redes
sociales que vienen produciendo en algunos esa nueva enfermedad que se llama
obesidad tecnológica, entre adolescentes y jóvenes que crean un clima de
inseguridad y desorientación en esta crítica etapa de la vida. Porque este es
un período en el que muchas inseguridades de la niñez superadas en diversos
momentos, vuelven a reaparecer. Es una etapa que suele ir acompañada de inestabilidad
y de labilidad emocional. Es como si el adolescente dudara entre seguir siendo
niño o el adulto que quiere llegar a ser.
La familia hace todo lo que puede y
tal vez más de lo que puede, pero para lograr mejores resultados es
imprescindible el apoyo de la sociedad. Un sencillo proverbio africano da la
clave y solución al problema. Dice así: “Para educar a un niño hace falta la
tribu entera”. Sin embargo, quiero hoy pedir a los padres que no se desanimen.
Continúen educando. Ofrezcan valores a los hijos. Y esperen, tengan paciencia.
El bien y la educación positiva terminan por triunfar.
[1] Mary
Eberstadt. Cómo el mundo occidental perdió realmente a Dios. Rialp. 2014