“Los hijos necesitan mucho ser afirmados en su horizonte
personal por alguien que tenga autoridad. Eso significa que el hijo ha de
percatarse de que es un ser valioso para su padre, que puede llegar a
satisfacer buena parte de lo que en ese momento es apenas un destello, una
promesa de lo que puede llegar a ser, y que se confía en que él puede llegar a
alcanzar esas metas”.
Desde luego es de sumo interés que el hijo tenga esa
percepción de su enorme valor ante su padre. Sucede a veces, que esa carencia
es más que suficiente para que el hijo tenga un concepto mediocre o nulo de la
autoridad de su padre. Un hijo que
puede mentalmente afirmar: “yo valgo mucho para mi padre”, tiene más
posibilidades de que su conducta sea más conforme con lo que correctamente se
espera de él. El hijo es siempre una promesa, un ser en potencia, según el
concepto aristotélico, que circula y se desarrolla por las diversas etapas
previas a la madurez con la más que segura convicción de que le esperan metas
asequibles y muy valiosas.
“Respeto y confianza constituyen dos fundamentales principios
que favorecen el desarrollo de su personalidad.
Si se consiguen estas dos notas en las relaciones padre-hijo es luego
más fácil la sinceridad entre ellos, es decir, la posibilidad de abrir el
corazón y que se manifiesten recíprocamente -de acuerdo con su edad y
experiencia de la vida- sus temores y angustias, sus esperanzas acaso limitadas
por ciertas frustraciones, los sueños e ilusiones que se ambicionan y la mayor
o menor confianza que cada uno tiene en sí mismo”.
La sinceridad es fruto del respeto y la confianza en
cualquier relación entre personas. Mucho más, la que por la ley de la sangre y
del amor mantienen padres e hijo. En este sentido es necesario que los padres
cuiden las formas en las que transmiten su modelo educativo y correcciones al
hijo. El respeto solicita ausencia de autoritarismo y de malas maneras en los
gestos y palabras. El hijo debe sentirse siempre queridos por sus padres y
cuando haya que corregir, asunto que es vital en la educación, percibirá que se
critica la acción, la conducta, pero se respeta a la persona. Los padres que
actúan de este modo, están ofreciendo al hijo una imagen bastante perfecta de
la “presencia”, de esa actitud que hemos llamado corazón de una relación
educativa.
“Los padres han de procurar enseñar al hijo a aceptarse como
es y a quererse a sí mismo, difíciles aprendizajes estos que tan necesarios son
para la vida, pues en la misma medida que se desarrollen se aprenderá a
respetar, aceptar y querer a los demás. Con ser muy importante, no basta con
aprender a quererse a sí mismo, esta es solo una meta inicial que hay que
rebasar para desde allí alzarse a otra más alta y benefactora; la de aprender a
querer a los demás. Cuando esta etapa inicial no se trasciende, cuando no se
articula como debiera con la siguiente (la donación a los otros), surge el
narcisismo, un trastorno de personalidad de fatales consecuencias en el
futuro.”
Quererse y querer. A este plan, tan enorme y tan trascendente
para cada persona, se reduce toda la educación, toda la vida. Quererse es
aceptarse con las cualidades positivas y negativas que cada persona posee.
Quererse es también aceptar el físico que tenemos, el tono de voz que poseemos,
las cualidades propias para el canto y para la interpretación que tengamos.
Consustancial con quererse es querer a los demás: al pariente, al vecino, al
compañero, al amigo… Querer a los normales, a los raros y a los difíciles.
Nadie podrá lamentar que a D. Quijote le faltase el cariño de Sancho Panza. Lo
tuvo con comprensión y con las correcciones que a Sancho le parecieron
necesarias. Y el ingenioso hidalgo, no era una personalidad fácil.