Así que, lo que se apreciaba en todos sus rincones, calles,
plazas y edificios, era una notable dejadez. Un angustioso abandono de la
educación, la cortesía, la amabilidad y la mansedumbre. Era una ciudad de
gritos.
Sin embargo, todos los que dormían conocían perfectamente la
solución, el arreglo de la pobre ciudad. Era algo sencillo, como que cada
durmiente amase su profesión y a ella se entregase con alma, vida y corazón.
Que también amase, ser un pequeño grano de arena de un mundo mejor que entre
todos podían construir. Un mundo en el que imperase la libertad, la
responsabilidad y respeto por la libertad de los demás. Cada durmiente no
flaquearía ante la chapuza, la corrupción y la deshonestidad: ¡No! Él sería,
junto a cada vecino aún dormido, una voz, como la del Ingenioso Hidalgo, que
quiere justicia, quiere el bien… quiere, que todo hombre y toda mujer, sea
modelo de dignidad de su raza, de su nación, de sus convicciones. Cada uno se
ennoblecería con una contagiosa ocupación: servir a los demás. Ellos, solamente ellos, despiertos, audaces y
nobles, podían hacer de aquella sociedad, un lugar de encuentro, de franqueza,
de generosidad y señorío, porque habían sido capaces de estar vivos, despiertos
y ser mejores.