¿Se puede formar a los jóvenes en la virtud viendo cine de la
era dorada de Hollywood?
Publicado en “Religión
en Libertad” el 27 de noviembre de 2018.
¿Nos enseñan las grandes películas de la era dorada de
Hollywood lecciones útiles para nuestra vida personal y también para las luchas
culturales de nuestro tiempo? La doctora Onalee McGraw cree que sí, y por eso
fundó en 1986 el Educational Guidance Institute, que a lo largo de todos estos
años ha desarrollado programas de enseñanza escolares y extraescolares
utilizando todo ese arsenal artístico para, según su lema, "enseñar la
Verdad, el Bien y la Belleza a las jóvenes generaciones a través de las películas
clásicas". El profesor Anthony Esolen, escritor y profesor en la Thomas
More [Tomás Moro] College of the Liberal Arts de Merrimack (New Hampshire,
Estados Unidos), le ha dedicado recientemente un artículo a esa labor en Crisis
Magazine:
La labor de la doctora
McGraw.
Es su trabajo el que yo deseo promover, con entusiasmo y con
un cierto sentido de urgencia. La Dra. McGraw es la fundadora de Educational
Guidance Institute, cuya tarea es llevar la palabra que da vida a una cultura
muerta utilizando películas clásicas.
No frunzáis el ceño, queridos lectores. Mi trabajo en clase
es introducir a la gente joven al legado de poesía y arte de Occidente, legado
que abarca tres mil años. Están hambrientos de belleza. En el mejor de los
casos, tengo la gran oportunidad de estar cerca mientras Shakespeare o Milton
cambian la vida de una persona. Las circunstancias no son siempre las mejores.
¡Ojalá mis estudiantes fueran granjeros de manos curtidas, honestos e
ignorantes! Pero no lo son. ¿Quién, hoy en día, lo es? ¿Acaso hay alguna joven
que no haya respirado el aire contaminado de feminismo que nos rodea? ¿Acaso
hay algún joven que no haya quemado su cerebro con pornografía? Y no seamos tan
estúpidos como para creer que estos son hábitos que requieren mucho tiempo. ¿Cuántos
asesinatos tiene que ver un miembro de una banda para llegar a corromperse?
Hay que ganarse de nuevo la imaginación, atraerla. Este es el
objetivo de Onalee McGraw, que lucha utilizando las mejores películas
producidas en nuestro país, por el propio Hollywood y, a veces, por hombres y
mujeres perversos. He leído la programación de sus clases, disponible para los
padres, los profesores y todo el que quiera construir de nuevo una verdadera
cultura americana. Es espléndida.
La Dra. McGraw pasa sin esfuerzo de un momento a otro de las
películas sobre las que habla, centrándose siempre, una y otra vez, en las
grandes preguntas. Sobre El sol brilla para todos [1961, de Daniel Petrie, con
Sidney Poitier], Onalee plantea algo más que las preguntas obvias relacionadas
con el mal del racismo: nos pide que veamos en la película una sólida
afirmación de la dignidad de todos los hombres, y no porque estos sean sabios y
santos. Walter Lee, el duro y cínico cabeza de familia de los Younger, no es
ninguna de las dos cosas. Se juega el dinero del seguro de su familia y lo
pierde, engañado por un hombre de su confianza, un compañero afroamericano. Su
hermana Beneatha está dispuesta a echarle, pero su madre la reprende con una
sabiduría que es profundamente humana y cristiana a la vez.
"Creía que te había enseñado a amarle", dice la
anciana. "Siempre queda algo para amar... Hija, ¿cuándo crees que debemos
amar más? ¿Cuándo el otro ha hecho todo bien, facilitando las cosas a los
demás? Ese no es para nada el mejor momento para amar. Es cuando el otro está
en su peor momento y no puede creer en sí mismo, porque el mundo le ha
maltratado. Cuando estés valorando a una persona, valórala bien, hija, valórala
bien. Y asegúrate de que has tomado en consideración los altibajos por los que
ha tenido que pasar para estar donde está en ese momento".
Ésta es la escena de A raisin in the Sun [El Sol brilla para
todos] cuyas palabras recoge Esolen.
En Cayo Largo [1948, de John Huston], la Dra. McGraw resalta
lo que parecería algo nimio en una vida humana -un hombre le da algo de beber a
una mujer que tiene sed- para demostrar que en esos breves instantes, tan
breves como el giro de cabeza del ladrón que está muriendo, un alma muerta
puede volver a la vida. Frank McCloud (Humphrey Bogart) es, como dice ella,
"un veterano decepcionado que se da cuenta de que no puede desvincularse
de la lucha humana universal entre el bien y el mal". Está en un hotel,
gestionado por un hombre en silla de ruedas (Lionel Barrymore), del que se ha
apoderado una banda dirigida por el psicópata Rocco (Edward G. Robinson). Una
buena mujer que le ama (interpretada por la esposa de Bogart en la vida real,
la actriz Lauren Bacall), le pide que haga algo, pero McCloud inicialmente se
encoge de hombros y dice: "No vale la pena morir por un Rocco de más o de
menos".
No es el asesinato lo que lleva a McCloud a actuar. Es cuando
ve a Rocco maltratar con crueldad a su amante, a la que ahora desprecia
(interpretada por Claire Trevor, que ganó un Oscar por su actuación). McCloud
le da a la mujer la bebida que pide. "En su deseo de poner en peligro su
vida por ella", dice la Dra. McGraw, "recupera la valentía moral que
le sostuvo durante la guerra". Y cuando un huracán azota los Cayos y Rocco
se siente aterrorizado por una tormenta a la que no puede mandar y controlar,
McCloud ve que el hombre es realmente un cobarde, y toma la decisión que
castiga a los malvados y salva su propia alma.
McGraw conoce este campo. Hay una bonita imagen suya con el
fallecido Robert Osborne en el set de Turner Classic Movies, charlando sobre la
película que tenía que presentar, Doce hombres sin piedad [1957, de Sidney
Lumet con, entre otros, Henry Fonda].
Las películas incluidas en su guía de estudios tienen todas
que ver con construir una verdadera conciencia social, y las ha puesto también
en iglesias y en cárceles juveniles.
¿Cómo vamos a tener hombres buenos si a los chicos se les
enseña que su sexo es tóxico? Hagamos que vean Raíces profundas [1953, de
George Stevens, con Alan Ladd] o El hombre que mató a Liberty Valance [1962, de
John Ford, con James Stewart y John Wayne], y que aprendan que la masculinidad
implica, a veces, renunciar a lo que más se ama para hacer lo que es justo,
independientemente de las consecuencias.
¿Cómo vamos a tener mujeres buenas si a las chicas se les
enseña que su sexo no puede hacer nada mal, salvo comportarse de una manera
femenina y ser de verdad atractiva para un hombre bueno? Hagamos que vean qué
es un cortejo en Sucedió una noche [1934, de Frank Capra, con Clark Gable y
Claudette Colbert] o El bazar de las sorpresas [1940, de Ernst Lubitsch, con
James Stewart y Margaret Sullavan].
¿Qué sucede en toda una ciudad cuando sus habitantes se
niegan a reconocer el mal que han hecho y viven en una mentira? Para ello,
basta ver Conspiración de silencio [1955, de John Sturges, con Spencer Tracy].
¿Qué sucede cuando un hombre, por amor a una mujer buena, comprende por fin que
la verdad y la bondad son más importantes que la comodidad, e incluso más que
los antiguos vínculos de lealtad? Basta ver a Marlon Brando recorriendo su
propia Via Dolorosa en la escena final de La ley del silencio [1954, de Elia
Kazan]. [Atención, spoiler: no veas la siguiente escena si no has visto la
película, porque desvela su final.]
¿Estamos mirando atrás, con un sentimiento de nostalgia, a
películas que amamos porque fueron las primeras que vimos? En absoluto.
Recuerdo crecer con algunas de ellas porque las cadenas de televisión ponían
las mejores en el momento de mayor audiencia, como El puente sobre el río Kwai
[1957, de David Lean, con Alec Guinness], Ben-Hur [1959, de William Wyler, con
Charlton Heston] y El mago de Oz [1939, de Victor Fleming, con Judy Garland]; y
luego estaban las cadenas independientes de Nueva York y Filadelfia, y la
"última función", o la película de la mañana en las emisoras locales,
por lo que recuerdo ver Un hombre tranquilo [1952, de John Ford, con John Wayne
y Maureen O'Hara], ¿Vencedores o vencidos? [1961, de Stanley Kramer, con, entre
otros, Spencer Tracy y Burt Lancaster], Solo ante el peligro [1952, de Fred
Zinnemann, con Gary Cooper], Marty [1955, de Delbert Mann, con Ernest
Borgnine], El hombre de Alcatraz [1962, de John Frankenheimer, con Burt
Lancaster], ¡Qué verde era mi valle! [1941, de John Ford, con Walter Pidgeon y
Maureen O'Hara], Con la muerte en los talones [1959, de Alfred Hitchcock, con
Cary Grant] y muchas otras.
El buen efecto del
Código Hays
Sin embargo, recientemente me he dado cuenta de que la edad
de oro de Hollywood fue justamente eso: un periodo de unos treinta años en los
que las condiciones culturales y sociales están alineadas del modo correcto
para que se pudieran hacer una gran cantidad de grandes y buenas películas.
Un factor que no había considerado es el muy difamado Código
Hays; respecto a esto, McGraw demuestra cómo la Iglesia católica tomó la
iniciativa para que Hollywood aceptara una autocensura sabia y conveniente,
para que los legisladores socialmente conscientes de la administración
Roosevelt, y los ejércitos de americanos corrientes que les apoyaban, tomaran
la cuestión en sus manos cortándole el paso a Hollywood de rodillas protestando
delante de los cines y avergonzando a los creadores de películas perniciosas.
William Hays (1879-1954) fue un político republicano que
presidió la asociación de productores y distribuidores de cine en Estados
Unidos entre 1922 y 1945. El llamado Código Hays se acordó en 1930 y estuvo
vigente entre 1934 y 1967 con una directriz inspiradora: "No debe
producirse ninguna película que rebaje los principios morales de quienes la
ven".
La gente comprendió, como indica McGraw una y otra vez
citando a John Adams (1735-1826), James Madison (1751-1836), Edmund Burke
(1729-1797) y otros, que no puedes ser libre sin la virtud pública, y que no
hay virtud pública sin virtud privada.
Es fácil ir a rebuscar en los detalles del trabajo del
censor, pero los principios eran nobles y verdaderos, y en general tenían una
base consistente y miraban con inteligencia al arte y a los objetivos del
artista. "Nunca se conducirá al espectador a tomar partido por el crimen,
el mal, el pecado", recita el principio final y concluyente del Código.
Casi todas las películas actuales se saltan este principio, ya que casi todas
ellas muestran cuanto es basto, lascivo y licencioso.
Ojalá hubiera tenido a disposición el trabajo de Onalee
McGraw hace años, cuando guié a un grupo de hombres durante siete u ocho años
en la Universidad de Providence. Lo aprovecharé ahora, cuando les ponga
películas clásicas a mis estudiantes de la Universidad Tomás Moro: tres cada
semestre, incluyendo una de sus favoritas, La ley del silencio, en este otoño.
No debemos darle la espalda a los aliados que Dios nos ha enviado. Y esto es
especialmente verdad ahora, cuando los católicos corrientes no tienen casi
ninguna experiencia en el arte con A mayúscula, ni siquiera de ese buena y
saludable carne con patatas que es el arte folclórico genuino. Y cuando van a
misa, las cosas son aún peores. Pero este tema lo dejamos para otro artículo.
Sigan al Educational Guidance Institute. Estarán agradecidos
por ello, como lo estoy yo.