Tenía treinta años cuando fue elegido cuestor en los comicios
del 76 a. C. Y enseguida toma conciencia de los deberes que ello implicaba:
a partir de ahora ya no sería un simple mortal… debía sacrificarse a sí mismo
ante el interés del Estado. Influido por los filósofos, que situaban entre las
virtudes fundamentales la “temperantia”, es decir, el control de uno mismo, que
impide al hombre honesto usar el poder sin moderación. (90). Y cree que la más
alta realización de un hombre consiste en trabajar por el bien de su ciudad. (185).
Y para ello se sirve de la palabra, que según él, tiene el poder de atraer la
atención de los hombres, de conquistar su inteligencia, de arrastrar su
voluntad en el sentido que se desea o de disuadirlos. (249). La palabra, añade,
no es sino la manifestación del ser interior. (339).
Un dato más del carácter de Cicerón, es el sentido de la
honestidad que se pone aún más de relieve durante la guerra civil entre Pompeyo
y César. Él no puede unirse a César, porque ha dedicado su vida con una
fidelidad plena, a la defensa de la República y esto está en contradicción con
la postura y los planes de César.[1] (315).
Desea ante todo aparecer como la más alta autoridad moral de
la ciudad. De ahí que su pensamiento podía estructurarse en la honestidad que
da hermosura al alma.
En esta postura, sabe que debe estar acompañado probablemente
siempre del sacrificio. Sin embargo, está muy firmemente convencido que el
objetivo merece la pena. De ahí la escrupulosa actitud que adopta hacia la
moderación en sus años como edil, después como cuestor y finalmente como
cónsul.
En los años en los que ve que es más que posible la extinción
de la República, ante la prosperidad que va tomando la posibilidad del primer
triunvirato, se inclina hacia el que cree más benévolo para Roma: la unión con
Pompeyo. Y no acierta. Julio César será el ganador y el azote de Pompeyo, pero
Cicerón continúa fiel a sus convicciones.
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