El profeta Isaías había anunciado: “El pueblo que andaba en tinieblas, vio una gran luz” (Is. 9,2). Y
el pueblo que oyó tal proclama, se debió llenar de inmenso gozo. Siempre es
magnífica la luz, es decir, el destierro de la oscuridad y de las tinieblas. El
pueblo sabía que esa luz era seguridad de la venida del Esperado. Pero para que no hubiese ninguna duda, el mismo profeta
afirmó: “He aquí que concebirá una Virgen
y nos dará a luz un Hijo, y será llamado por nombre Emmanuel, que significa
Dios con nosotros”. (Is. 7, 10-14).
En esta nueva estación invernal, se acerca el momento. La venida se aproxima. Y todos tendremos un belén. Hubo un momento,
hace unos meses, en el que el ángel Gabriel tuvo una palabra divina para María.
Y pronunció su mensaje. Dios quería que María obrase libremente. Y la Señora
respondió: “He aquí la esclava del Señor,
hágase en mi según tu palabra”. En aquel mismo momento, el Espíritu Santo crea un Cuerpo perfectísimo
y un Alma nobilísima. Y a ese Cuerpo y Alma se une el Verbo. Y San Juan, en el
prólogo de su evangelio, nos escribió: “El
Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”.
El Papa emérito Benedicto XVI nos dijo: “El amor de Dios Encarnado en Cristo es más fuerte que el mal, que la
violencia y que la muerte”.
Navidad es tiempo de luces. Pero la verdadera luz, que es
Cristo, solamente continuará alumbrando, si los cristianos continúan trabajando
por la obra de Cristo. Sobre nosotros recae la responsabilidad de que la
Presencia de Cristo aparezca cada día en los ambientes en los que nos
desenvolvemos. Dios se hará presente en el mundo en nosotros y por nosotros.
Así es como lo quiere Él.
Nos alegramos en el día de Navidad. Estupendo. Pero porque
hay un significado: el Nacimiento del Hijo de Dios. Es una reacción razonable e
inteligente.
¿Nos alegramos porque es el 25 de diciembre o porque son las
20.30 horas? Parece ser que no. No hay un significado. Alegrarse porque ahora
son las 20.30 horas, sin más, es una frivolidad. Nuestra alegría proviene
porque ahora, hoy, tenemos un Belén.
Nos alegramos en Navidad porque estamos ante un aspecto
divino. Si solamente tiene la Navidad un
significado humano: un día muy familiar, unos regalos, unas felicitaciones…
Como nos dice Chesterton en su libro La
mujer y la familia: ”Entonces, se
está pidiendo a los ciudadanos que iluminen la ciudad por una victoria que no
ha tenido lugar”.
“Navidad será una fiesta, si la rescatamos de la frivolidad.
Es decir, si celebramos el acontecimiento divino que realmente significa. Si
celebramos que es un momento del año en el que pasan cosas de verdad”.
El suceso es tan importante, tan trascendental, que en
ninguna de nuestras casas debe faltar el Belén. Unos lo construiremos con
corcho y figuritas, otros con cartón y papel. Alguien se atreverá más y conseguirá un Belén realizado con galletas
o con piezas de un “lego”. Es igual. Lo importante es que en cada hogar, un
Belén. Y puesto el hermoso Nacimiento, que
toda la familia lo utilice. ¿Cómo? Hay muchas posibilidades: recordando a los
que carecen de los bienes más fundamentales y colaboren en arreglar un poquillo
esa situación. También recordando a los que están más solos o en situaciones
muy difíciles, porque mientras muchos celebramos el suceso con toda la familia
en plan muy festivo, lo cual está muy bien, conviene no olvidarse, que también
en ese día y hora, otros están en hospitales en situaciones muy graves y
serias. Y por supuesto, un Belén en el
hogar, es, siempre debe ser, una invitación a rezarle al Niño, a la Virgen y a
San José. Y a cantar dos, seis, diez… villancicos.
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