lunes, 28 de diciembre de 2020

LA SOCIEDAD DORMIDA

La ciudad no aparecía en la cima de una sierra o montaña. Tampoco se encontraba en el desierto ni en parajes faltos de humedad. Por el contrario, era fácil encontrarla en valles productivos y ricos. También en la costa, en las grandes llanuras de países con un clima templado y agradable. Era una ciudad próspera en todo lo material, pero, dormida en los valores esenciales de la persona. Sus habitantes dormían profundamente. Y como no tenía campanas que sonasen, nadie despertaba a nadie.

Así que, lo que se apreciaba en todos sus rincones, calles, plazas y edificios, era una notable dejadez. Un angustioso abandono de la educación, la cortesía, la amabilidad y la mansedumbre. Era una ciudad de gritos.

Sin embargo, todos los que dormían conocían perfectamente la solución, el arreglo de la pobre ciudad. Era algo sencillo, como que cada durmiente amase su profesión y a ella se entregase con alma, vida y corazón. Que también amase, ser un pequeño grano de arena de un mundo mejor que entre todos podían construir. Un mundo en el que imperase la libertad, la responsabilidad y respeto por la libertad de los demás. Cada durmiente no flaquearía ante la chapuza, la corrupción y la deshonestidad: ¡No! Él sería, junto a cada vecino aún dormido, una voz, como la del Ingenioso Hidalgo, que quiere justicia, quiere el bien… quiere, que todo hombre y toda mujer, sea modelo de dignidad de su raza, de su nación, de sus convicciones. Cada uno se ennoblecería con una contagiosa ocupación: servir a los demás.  Ellos, solamente ellos, despiertos, audaces y nobles, podían hacer de aquella sociedad, un lugar de encuentro, de franqueza, de generosidad y señorío, porque habían sido capaces de estar vivos, despiertos y ser mejores.

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