Los familiares y amigos de Carmen
y Javier aún recuerdan con enorme alegría la ceremonia matrimonial y el
banquete que los dos habían organizado para esa gente tan querida para ellos.
Veinte días después del evento, los novios regresaron de su viaje de boda y
comenzó la vida ordinaria y cotidiana. Carmen, dando clases en el Instituto de
la localidad y Javier, contable de la fábrica azucarera, también del mismo
pueblo.
Tres meses después, al llegar
Javier a casa una vez finalizado su trabajo, Carmen le estaba especialmente
esperando.
-Tengo una noticia, comenzó
afirmándole. Esperamos un hijo.
- Pero, si habíamos convenido en
retrasarlo unos meses, anunció Javier.
Sin embargo, pasado estos
primeros segundos, el joven marido también se alegró. Besó a su esposa y
decidieron que el próximo fin de semana lo celebrarían saliendo a cenar fuera.
El embarazo fue normal y a los
nueve meses tuvieron en sus brazos a su primogénito Carlos. Niño gordito,
precioso y algo chilloncillo. Lo de chilloncillo fue lo peor, porque no era
fácil que dejara dormir a sus padres. Era un tragoncete que cada dos o tres
horas aparecían sus gritos pidiendo comer. Pero por otra parte, los esposos se
llenaban de felicidad mirando a Carlos en los pocos ratos que permanecía
dormido. Con un año, comenzó a dar los primeros pasos y a dulcificar la vida de
sus padres con sus risas y primeros sonidos guturales distintos a los chillos.
Pero, justamente ahora que todo
marchaba más entonado, Carmen anunció un segundo embarazo. Y esta vez Javier,
no se lo tomó con tanta alegría.
-Solamente llevamos dos años
casados y ya un segundo hijo, afirmaba entre la nostalgia y el disgusto.
Y nació una niña: Sonia. A ellos
les pareció que era la niña más bonita del mundo. Probablemente lo era. Pero
Carlos no reaccionó nada bien. Volvió a ser un chillón, a romper todo lo que
encontraba y podía, a pegar a Carmen y a hacerse la caquita en distintos
rincones de la casa, cuando ya llevaba unos meses que la tenía controlada. El
comportamiento de Carlos quebraba todo rato de descanso. Por si fuera poco, no
era posible acostarle y que se durmiese. Cada noche Carmen y Javier se
alternaban y conseguían que Carlos durmiese unos minutos y siempre en brazos.
Se despertaba, chillaba, una hora después se volvía a dormir quince o veinte
minutos y nuevamente en brazos de uno de sus padres, intentando que callase para que no despertase a su hermana y al cónyuge que esa noche le
tocaba descansar.
-Tú que te dedicas a educar,
intervino Javier, podías haberme anunciado lo que nos podía suceder. Me imagino
que te estarás planteado, como me lo planteo yo, que por ahora, no más hijos.
-Javier, es cierto que Carlos nos
ha salido especialmente nervioso y dominante, pero los niños son así. Cambian
con los años y siempre es una maravilla estar acompañados de hijos. He comprado
un libro que me han recomendado, se llama “Dulce hogar”, publicado en Palabra.
Me gustaría que lo leamos los dos. Me lo han elogiado mucho.
Leyeron el citado libro, hablaron
con amigos sensatos y maduros, y todo fue de mejor a superior. Cinco años
después nacía su cuarto hijo, y Carmen y
Javier habían crecido en entrega matrimonial y en felicidad. Javier se desvivía
por su esposa e hijos. Y Carmen aportaba a toda la familia, ternura y cariño con su voz, sus miradas y
sus sonrisas. En ese estado, aparecieron tiempos difíciles: algunos
relacionados con la vida laboral de Javier; otros por las enfermedades de los
padres de Carmen y a ello se añadía el comienzo de la preadolescencia de Carlos,
con las peculiaridades propias de la etapa, acentuadas por el difícil carácter
del primogénito. Pero Carmen y Javier se dedicaban con paciencia, sentido
común, cariño y exigencias a la extraordinaria aventura de la educación de su
numerosa familia.
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