lunes, 23 de noviembre de 2020

MARCO TULIO CICERÓN (106 a. C a 43 a.C.)

Grimal, su biógrafo, escribe: “Tenía treinta años cuando fue elegido cuestor en los comicios del 76 a. C. Y enseguida toma conciencia de los deberes que ello implicaba: a partir de ahora ya no sería un simple mortal… debía sacrificarse a sí mismo ante el interés del Estado. Influido por los filósofos, que situaban entre las virtudes fundamentales la temperantia, es decir el control de uno mismo, que impide al hombre honesto usar el poder sin moderación”. Y cree que la más alta realización de un hombre consiste en trabajar por el bien de su ciudad.  Y para ello se sirve de la palabra que, según él, “tiene el poder de atraer la atención de los hombres, de conquistar su inteligencia, de arrastrar su voluntad en el sentido que se desea o de disuadirlos”. La palabra, añade, no es sino la manifestación del ser interior.

“Era profundamente consciente de lo que le aportaba la amistad de Ático, los consejos que recibía de ese amigo prudente, diestro en discernir las complejísimas intrigas de la vida pública, en desarticular las trampas, en sugerir una acción que se revelará fructuosa, y por encima de todo eso, el encanto de una presencia, de una conversación en la que no hacía falta fingir”. 

Confesaba pues, Cicerón, la importancia de las influencias en su formación. De una parte, de los sucesos que presenciaba y por supuesto de personas. Especialmente del amigo con el que mantiene una relación interpersonal con continuos cambios de impresiones sobre los asuntos públicos de Roma. Quiero destacar esta relación que ya se da en la antigüedad y que continúa siendo en la actualidad un foco de luz en la educación y formación de toda persona. ¡Cuánta necesidad de esa luz necesitan nuestros niños, adolescentes y jóvenes!

De sus lecturas deduce Cicerón que “algunas de sus decisiones, le eran dictadas por sus consideraciones de moral pública, que extraía de la lectura de los filósofos y los poetas. La idea de Cicerón sobre la victoria más difícil de lograr era la siguiente: Asumía que vencerse a sí mismo era una victoria aún más difícil de lograr, y más importante, que las que se obtienen por las armas. El hombre que es capaz de semejante generosidad es más que un hombre un dios.  

Más aún, Cicerón cercano a sus treinta años, realizó un viaje a Grecia y a Oriente y en él, dedujo que el saber, no estriba ante todo, o solamente, en almacenar conocimientos, sino en escoger a alguien a quién imitar. 

Es un modelo de hombre honesto y gran trabajador, que en todo momento tiene a Roma en su pensamiento y en sus acciones. Grimal escribe sobre él:

“Un dato más del carácter de Cicerón es el sentido de la honestidad que se pone aún más de relieve durante la guerra civil entre Pompeyo y César. Él no puede unirse a César, porque ha dedicado su vida con una fidelidad plena, a la defensa de la República y esto está en contradicción con la postura y los planes de César”.

Desea ante todo aparecer como la más alta autoridad moral de la ciudad. De ahí que su pensamiento podía estructurarse en la honestidad que da hermosura al alma.

En esta postura, sabe que debe estar acompañado probablemente siempre del sacrificio. Sin embargo, está muy firmemente convencido que el objetivo merece la pena. De ahí la escrupulosa actitud que adopta hacia la moderación en sus años como edil, después como cuestor y finalmente como cónsul.

En los años en los que ve que es más que posible la extinción de la República, ante la prosperidad que va tomando la posibilidad del primer triunvirato, se inclina hacia el que cree más benévolo para Roma: la unión con Pompeyo. Y no acierta. Julio César será el ganador y el azote de Pompeyo, pero Cicerón continúa fiel a sus convicciones.

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