Platón había situado el amor eros como el verdadero motor de
la vida en el Banquete y en el Fedro. Aunque el amor como deseo de belleza
tiene su origen en lo sensible, aspira a una belleza completa que colme, de
tipo espiritual. «Quien hasta aquí haya sido instruido en las cosas del amor,
tras haber contemplado las cosas bellas en ordenada y correcta sucesión,
descubrirá de repente, llegando ya al término de su iniciación amorosa, algo
maravillosamente bello por naturaleza», escribe en el Banquete. El deseo
erótico, advierte Platón, supone la apreciación de un valor ideal que nos
sobrecoge. Vemos algo superior en la belleza que nos saca de nosotros mismos y
nos impulsa a mejorarnos. Por eso, si eros es purificado, alcanza su objeto
adecuado, según explica en el Fedro, Platón propone así un arte de la
purificación, para que el deseo de belleza llegue a su auténtico fin: la
contemplación del bien y la armonía.
Sin embargo, quien sitúa el amor como centro de la persona es
Agustín de Hipona. A diferencia de lo que pensaban los estoicos, Agustín cuenta
con que el ser humano no es autosuficiente y desea siempre algo externo a él,
la cuestión de quién sea cada ser humano solo es resoluble por medio del objeto
de su deseo, y no por la suspensión del impulso desiderativo. El deseo no
incapacita mi libertad interior, sino que posibilita poder salir fuera de mí
para llenarme de algo que me colme. Quien no ama no desea en absoluto, y, por
lo tanto, en rigor no es nadie. Para Agustín el amor no es solo deseo, sino
también acción que supone entrega, negación de uno mismo, y a la vez ganancia
del otro. «Mi amor es mi peso, él me lleva adonde soy llevado», escribe en el
libro XIII de sus Confesiones.
Manuel Cruz Ortiz de Landázuri