En la ciudad pasamos gran parte de nuestra vida. Conocemos
sus calles, sus plazas, sus jardines, sus lugares públicos: bibliotecas,
teatros, cines, museos… Ahí vivimos. Ahí buscamos y pasamos los ratos de ocio.
Ahí trabajamos. Con un trabajo bien hecho, realizado con espíritu de servicio a
los demás. Interesándonos por obtener el beneficio correspondiente, que ayude
al mantenimiento de la unidad familiar.
En la ciudad tenemos nuestro hogar y nuestra familia. Con
ella convivimos, cuidamos nuestros afectos, vivimos los tiempos libres -sin
trabajos-, comemos. Como dice Papini: “Mi Giocondina viene para decirme que la
mesa está puesta. Entre nosotros, una a
cada lado, las niñas. Dos veces al día, con la excusa de satisfacer el apetito,
recomponemos el círculo de nuestro afecto; volvemos a encontrar los rostros
amados… y para reconocer en ellos las huellas del sol, de la fatiga, del
contento”.
En la ciudad nos conocemos. Nos hablamos. Surgen las
amistades. Me conozco y conozco a otras personas. Comprendo que soy diferente a
otros y una realidad irrepetible. Pero con necesidad de interlocutores, porque
si me faltan, me encuentro con la soledad, sin amigos. Necesito una amistad
auténtica, desinteresada. Esta relación de amistad me ayuda a conocerme mejor.
La amistad es fruto de la estima hacia el amigo. Su gran enemigo es el egoísmo.
Soy una persona que sufre, piensa y libre.
También en la ciudad nos masificamos y donde realizamos
servicios y por supuesto los recibimos. En la ciudad encontramos en muchos
momentos el amor y gastamos nuestra vida en el amor. Y en diversas
circunstancias conocemos que el amor no se agota.
La ciudad nos proporciona jardines, pistas deportivas, zonas
de recreo, en los que, con la familia y amigos, descansamos, nos fortalecemos y
equilibramos el espíritu.
La ciudad es generosa y ofrece un templo, una iglesia, en
donde podemos cultivar la amistad divina y enriquecernos como hijos de Dios.
Sin embargo, vivimos envueltos por sus ruidos. Echamos de
menos el silencio, mientras nos acompañas las luces y las sombras.
Desgraciadamente, en la ciudad conocemos también la violencia.
La natural: un terremoto, el desbordamiento de los ríos, un incendio… Y la
violencia humana que tiene como signo propio el mal. Siempre que el hombre
realiza violencia, lleva como condición el mal: la pelea, el robo, el crimen,
la mutilación, la violación… Muchas veces será fruto de la inseguridad, el
aislamiento, del miedo, del descontento, de una educación nociva y sufriente.
Procede de seres humanos que se han criado inseguros, crispados, temerosos,
agresivos, insatisfechos. Seres humanos que en sus primeros años y después, se
desarrollaron sin conocer la ternura y el afecto desinteresado. Fueron
creciendo en un ambiente de agresividad, de falta de respeto, de carencia en la
educación de los valores y la educación en el amor y para el amor.
La ciudad está tan pegada a mi vida, a la vida de la mayor
parte de los seres humanos, que bien vale un compromiso de dedicación a su
mejora, en todos los ámbitos.
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