En la Biblia conocemos, entre otras muchas cosas, las
diversas vicisitudes del pueblo de Israel. Junto a periodos de excelente ardor
religioso y espiritual, otros periodos lánguidos, flojos, tibios, incluso algún
otro, aún peor.
En el humano comprometido, excepto en el caso de gran
santidad, ocurre algo parecido: etapas de un ardiente amor a Dios, junto a
otros, débiles, también tibios. Puede que sea una cuestión general, pues ya el
mismo S. Pablo anunciaba que también él hacía lo que no quería y dejaba de
hacer lo que sí quería. Para los no comprometidos esta reflexión no cuenta.
¿Por qué ocurre esto?
Quizá haya razones y causas varias.
Tal vez, el hombre, la mujer, comprometidos, ponen un ahínco
superior en alcanzar unas metas religiosas y espirituales que veces le rebasan.
Y sin embargo, tiene menos en cuenta un factor especial: la asistencia del Espíritu
Santo.
Pongamos en actividad algo imprescindible -lo dice el Catecismo
de la Iglesia Católica: “La misión del Espíritu Santo, espíritu de adopción
será unirlos a Cristo y hacerles vivir en Él”. (CEC nº 690)
Aquí tenemos un recurso fundamental: en esos periodos de
bajón, siempre, pero más especialmente en esos periodos, recurrir al divino
Espíritu y a sus siete dones. El orden de solicitud de su asistencia que puede
ser muy conveniente en esos casos será: fortaleza, piedad, entendimiento,
sabiduría, consejo, ciencia y temor.
Esto no puede fallar: la actuación del Espíritu Santo logrará
la finalidad fundamental: la unión con Cristo.