María es la llena de gracia, es decir, la que tiene tal
intimidad con la Trinidad, que está “endiosada”. Y el ángel Gabriel le habla de
un Hijo. Y como su vida descansaba en Dios, abandonada a la voluntad de Dios,
acepta el encargo. Continuará volcada en los quehaceres ordinarios de una joven
israelita, pero ahora la presencia de Dios es más íntima. Enseguida,
ante el mensaje de Gabriel, se pone en marcha. Camina hacia las tierras altas
de Judea. Va a visitar a sus parientes Isabel y Zacarías. Va con
disponibilidad, a servir a unos ancianos que esperan con enorme gozo el
nacimiento del Bautista. Pero lleva en su vientre al Hijo del Altísimo y por
ello es portadora de Dios, la embajadora de Dios.
Tres meses después regresa a Nazaret, su querida aldea. Con
diligencia se dispone a celebrar el matrimonio con José, con quien estaba
desposada. Y con él, vive en comunión de amor. Mientras, los dos se preparan
ante la próxima cercanía del Hijo de Dios.
Pero hasta que el Niño nazca, María al igual que José, gasta
sus días en las tareas propias de una madre de familia: la atención al hogar,
las compras de alimentos, la limpieza de la ropa de José y la suya, la
preparación de las comidas, el servicio a sus vecinas… Una vida muy semejante a
la de muchas otras madres de familia de ayer y de hoy. Muy parecidas estaban
siendo las jornadas de José.
Y surge lo imprevisto: hay que acudir a Belén para el censo dispuesto
por Augusto. Es diciembre, María y José caminan hacia Belén. Llegan. Es
de noche. Silencio. Recogimiento. Nace Jesús. Adoración de María. Adoración de
José. Todo para el Niño. Y nosotros nos acercamos al belén que hemos puesto en
nuestra casa: en el centro Jesús reclinado en un pesebre, a un lado su Madre,
al otro José. Muy bien, pero allí en aquella noche ocurrieron más cosas: María
cogería a su divino Hijo, lo estrecharía en su pecho y lo cubriría de besos. A
Dios le gusta que seamos afectivos con Él. Y también la bendita contemplación
del Niño y la hermosa canción de la Madre y a continuación se oyó en el cielo
el primer villancico que María y José al Niño cantaron. Todo sucedió, junto a
la pobreza del lugar hermoseado por el amor para el Amor. Más detalles
afectivos: al Niño le gustan (no olvidemos practicarlos ante nuestros belenes y
en la Comunión) y la ternura de María porque “ha encontrado al que ama su alma,
lo ha encontrado y no lo dejará jamás”. (Cantar 3, 4).
Minutos después llegan los pastores. Comunican el mensaje que
han oído a los ángeles y adoran al Niño y le piden a María si lo pueden tomar
en brazos. María que es toda generosidad, asiente. Y pastor tras pastor
depositan besos en los pies de Jesús. Cada pastor se siente un pequeño ante el
gran Pequeño y con breves palabras y muchos gestos, manifiestan su adoración y
cariño al nuevo habitante de Belén.
Fueron horas inolvidables. Muchos siglos después, el
novelista Graham Greene decía: “A los hombres les gusta tener a Dios lejos,
como al sol, lo suficiente para aprovecharse de su calorcillo y huir de su
quemadura”. No sea así en esta hora, en este siglo. Vuelvan las horas
inolvidables de los pastores de Belén, de José y de María: El Niño hoy, este
año, vuelve a nacer. Porque cada vez que vencemos un poco nuestro egoísmo,
Jesús se instala un poco más en nuestro corazón.
Belén se ha llenado de luz y de salud. Lo mismo que tu alma,
tu corazón y el mío, porque Jesús es sobre todo, nuestro Salvador.
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