El hogar, nuestra casa es donde se nos quiere, se nos escucha, se nos atiende. Es ese lugar donde encontramos la paz, el sosiego y la comprensión y donde nosotros llegamos para entregar también paz, entendimiento, tranquilidad y esperanza.
“Cayeron las lluvias -dice el Señor- vinieron los
ríos, soplaron los vientos y dieron contra la casa; pero no se derrumbó, porque
estaba asentada sobre roca”. Llama aquí el Señor figuradamente lluvias,
ríos, vientos a las desgracias y calamidades de la vida. Sin embargo, nada hará
posible que el hogar sucumba porque ese hogar está asentado sobre roca, que es
la Palabra del Señor. Nada puede dañar al hombre virtuoso.
La vida es trabajo y trabajo; la amistad, el amor y el
matrimonio es el rato de recreo que toda actividad debe tener: gravísimo error.
Sin embargo, Hildebrand escribe que después de nuestra relación con Dios, el
matrimonio y la amistad deben ser el centro de nuestras vidas.
En el hogar encuentro una serie de detalles que facilitan
hermosura y paz: unos cuadros sencillos, pero elegantes, el jarrón con las
flores, el orden en todas las habitaciones y el salón, la luminosidad que ayuda
a proporcionar alegría, los cojines del sofá y en algún que otro rincón, un
libro que uno de los nuestros está leyendo.
Si miro mi familia o la familia de alguno de mis amigos,
encuentro unos padres ejemplares, trabajadores, comprensivos, animosos,
optimistas. Su fortaleza la hallo en sus convicciones fuertes, maduras,
verdaderas. Encuentro unos hermanos alegres, bullidores, encantadores,
serviciales, siempre atentos a crear situaciones en las que destaquen la
generosidad y el buen humor.
En mi hogar, cuando yo era pequeño, había una gran lumbre en
la chimenea del salón. Junto a ella jugábamos al parchís, a las damas, al
ajedrez. Mi abuelo nos enseñó a jugar al dominó. Cuando volvíamos del colegio,
todos los hermanos nos dábamos prisa en terminar los deberes escolares,
continuar rápidamente con los deberes que nuestros padres nos habían asignado:
limpiar una habitación, sacar la basura, regar las plantas, ir a por el pan y
la leche, ordenar nuestros cuartos y enseguida, enseguida, ayudándonos unos y
otros para finalizar y situarnos junto a la chimenea y comenzar nuestros
juegos: había juegos, luego había gritos y algún pequeño insulto que se
desparramaba y quemaba junto a los a leños ardientes. Era un gran Hogar. Allí
crecimos y nos hicimos lo que hoy somos.
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