lunes, 20 de mayo de 2019

EL POLÍTICO LÍQUIDO




Continuando con las diversas situaciones y sujetos que optan por la fluidez, por adaptarse a todo o a casi todo con tal de conseguir su objetivo, hoy toca hablar del político líquido, tan abundante en este periodo del siglo recientemente estrenado.
El político líquido no tiene convicciones seguras. Él va de norte a sur, o de este a oeste, o del frío al calor, o de la derecha a la izquierda. Igual puede vivir en la cultural Salamanca o en el rural Baterno. Todo es posible para él porque su capacidad de adaptación es enorme. Es lo más opuesto al político sólido, que también existe, aunque en mucho menor número. Este, se mueve en los Polos o en el Ecuador, y no abandona sus convicciones. Para el líquido, solo hay una meta inexorable: el poder y el dinero, cueste lo que cueste. O sea, que si hay que vender principios que defendía en la primera decena de este siglo para conseguir su meta, se venden y paz, que por cierto no es la paz verdadera.

Su modelo o prototipo es el rey Enrique de Borbón IV, de Francia, que acuñó la frase que se le atribuye: París bien vale una misa”. Pretendiente hugonote (protestante) al reino de Francia, que eligió convertirse al catolicismo para poder reinar. Desde entonces viene utilizándose con el sentido de la conveniencia de establecer prioridades: es útil renunciar a algo, aunque sea aparentemente muy valioso, para obtener lo que realmente se desea. También en el sentido de afear la falta de sinceridad o de convicciones.

¡Qué distinto, es verdad, a Sir Tomás Moro! (1478 - 1535) Político y humanista inglés. Procedente de la pequeña nobleza, estudió en la Universidad de Oxford y accedió a la corte inglesa en calidad de jurista. Su experiencia como abogado y juez le hizo reflexionar sobre la injusticia del mundo, a la luz de su relación intelectual con los humanistas del continente. Desde 1504 fue miembro del Parlamento, donde se hizo notar por sus posturas audaces en contra de la tiranía.

Enrique VIII, atraído por su valía intelectual, le promovió a cargos de importancia creciente: embajador en los Países Bajos (1515), miembro del Consejo Privado (1517), portavoz de la Cámara de los Comunes (1523) y canciller desde 1529 (fue el primer laico que ocupó este puesto político en Inglaterra). Ayudó al rey a conservar la unidad de la Iglesia de Inglaterra, rechazando las doctrinas de Lutero; e intentó, mientras pudo, mantener la paz exterior.

Sin embargo, acabó rompiendo con Enrique VIII por razones de conciencia, pues era un católico ferviente. Moro declaró su oposición a Enrique y dimitió como canciller cuando el rey quiso anular su matrimonio con Catalina de Aragón, rompió las relaciones con el Papado, se apropió de los bienes de los monasterios y exigió al clero inglés un sometimiento total a su autoridad.

Su negativa a reconocer como legítimo el subsiguiente matrimonio de Enrique VIII con Ana Bolena, prestando juramento a la Ley de Sucesión, hizo que el rey le encerrara en la Torre de Londres (1534) y le hiciera decapitar al año siguiente. La Iglesia católica lo canonizó en 1935.


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