La naturaleza nos ofrece una gran belleza. Ciertamente
también hay ocasiones en las que se encabrita y entonces, nos presenta toda su
dureza y dramatismo. Pero normalmente, la naturaleza ofrece serenidad,
placidez, equilibrio, colores, sonidos bellos, panoramas muy hermosos.
La belleza de los ríos. El canto de las cataratas. Los valles
y sus cañones. Las sierras. Los encinares, robledales y abetos. Los animales.
La viveza de los pájaros y sus nidos. Las amplias praderas. Todo es una invitación
a la contemplación y por eso, nos deleitamos ante el vuelo de un águila, la
carrera de un zorro y el atolondramiento de un conejo.
A veces será surcar un río. Otras, escalar un monte. Y muchas
otras más, el plácido paseo por el campo. Que cuando se realiza en agradable
compañía, fomenta la amistad, los intereses comunes, el arrebato por lo que aún
mucho hay que hacer. Todo transcurre ante el suelo y la bóveda de la
naturaleza.
El medio natural nos
hace más humanos y en él crece la sensibilidad por su entorno y por su defensa.
Es de tal riqueza, que hasta hermosos, muy hermosos, suelen
ser los cuentos en los que se nos narran la vida de los animales, de gnomos, de
los pastores, de los numerosos
habitantes de los bosques.
Ciertamente, también la naturaleza tiene enemigos. La
contaminación y no sólo la de la atmósfera, el efecto invernadero, la
exterminación de especies, los ruidos que a veces le llegan y la legislación
medioambiental que se mueve entre leyes positivas y protectoras y otras, en
sentido contrario.
Es una obligación su defensa y un delicioso deleite su
disfrute. Muchos enamorados podrían contarnos como fue en la naturaleza donde
encontraron a la persona amada. Allí comprometieron su futuro ante la hermosura
de unos ojos, la sonrisa de una imagen, las convicciones de un alma. Hizo bien
Dios, instalando en la naturaleza a Adán y Eva. Y una pena, que no supieran
aprovechar el encanto de aquel paraíso.
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