La primera bienaventuranza dice: Bienaventurados los
pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
Los pobres de espíritu son los humildes. Cuando se está muy
cogido por la soberbia, el orgullo, la vanidad, el amor propio, ¿qué hacer?
Recurrir a Jesucristo, que es modelo de humildad. Hoy, fácilmente se aprecia el
esfuerzo por sobresalir. Y resulta que la felicidad es vivir en la humildad. Es
una misteriosa belleza la de la persona que se oculta, que no arma ruido, que acepta
el plan que Dios quiere para ella.
La soberbia nos mete en un camino falso, porque la soberbia
es no aceptarse como somos y a buscar continuamente ser el ombligo del mundo.
Carl Gustav Jung, médico psiquiatra suizo contaba algo
sorprendente de sus pacientes de cierta edad. Añade que sufrían falta de
humildad, y no se curaban hasta que no adquirían una actitud de respeto y de
humildad ante una realidad más grande que ellos: Dios.
Sta. Teresa del Niño Jesús escribía a su hermana: Lo que
agrada al Señor es verme amar mi pequeñez y mi pobreza, es la esperanza ciega
que tengo en su misericordia. Mantengámonos muy lejos de todo lo que brilla,
amemos nuestra pequeñez. (Carta 197). La pequeñez es el camino cierto y
seguro.
S. Francisco de Sales decía: Los pensamientos que nos
inquietan proceden del demonio, del amor propio o de la estima que nos tenemos.
Estas son las fuentes de donde nacen nuestras turbaciones.